lunes, 11 de julio de 2011

Ritmo y cadencia del trópico



El bolero conoció su época de esplendor en los años cuarenta. Ha formado parte integral de la vida latinoamericana sin distinción de jerarquías sociales, económicas o culturales.

El pianista y compositor cubano Juan Bruno Tarraza, autor de Soy feliz, popular éxito de la cantante María Victoria, definió así el fenómeno musical de los años cuarenta: “El bolero es cadencia, es ritmo, es suavidad, es emoción, y es el medio para expresar, con palabras, sentimientos hermosos.”
En gran parte de América Latina, cuando alguien habla de amor ya no recurre a la poesía, sino a la letra del bolero, pues ahí encuentra las palabras precisas para expresar una pasión o para reconocer el triunfo y el desdén. El bolero se ha convertido en la forma más generalizada de expresar amor, desamor, ternura o desencanto.
 Los artífices de este particular código del enamoramiento son los compositores del Caribe. Sus letras capturan la esencia de los sentimientos para transformarla en patrimonio musical común. Rafael Hernández, Pedro Flores, Bobby Capó, Sergio de Karlo, Pedro Junco, Benito de Jesús, son los nombres de algunos de los que supieron encontrar el poder musical de este son, que traduce las emociones en sonidos agradables.
De la zona cálida y sensual de las Antillas se irradió la fuerza creativa del bolero. Pasó a La Habana y luego a Yucatán, donde el bolero cubano fue adoptado por músicos y letristas de la península mexicana. Guty Cárdenas, uno de los compositores yucatecos cautivados por el género, llegó a la ciudad de México en 1927 para participar en el Festival de la Canción que organizaba el Teatro Lírico. Su composición Nunca fue un éxito verdadero. Tanto impresionó Agustín Lara al joven pianista que la frase “yo sé que nunca besaré tu boca” se metamorfoseó en su composición: “Yo sé que es imposible que me quieras”.
En 1929 otro bolero causó furor: Negra consentida, de Joaquín Pardavé, y en 1930 aparecieron Mujer y Rosa, que dieron a Lara el reconocimiento absoluto como gran compositor del género. La inauguración en México de la radiodifusora XEW, La Voz de América Latina, marcó el establecimiento, la popularidad y la difusión del bolero y de sus intérpretes. En esta primera etapa los más conocidos fueron Alfonso Ortiz Tirado, Juan Arvizu y Néstor Chaires.
A fines de los cuarenta, el mariachi, alejándose de expresiones netamente camperas, se llena de inspiración urbana y crea el bolero ranchero, Amorcito corazón, de Manuel Esperón y Pedro de Urdimala, fue el primero que se grabó. Grandes intérpretes fueron Pedro Infante, Jorge Negrete, Emilio Gálvez y Amalia Mendoza. No se limitaría a la década de su florecimiento: Lucha Villa, Vicente Fernández y Juan Gabriel son unos cuantos de sus seguidores actuales.
El ritmo, la música y la letra del bolero conjugan la sensibilidad latina. En todos los hogares latinoamericanos, ya sea con vitrola, fonógrafo, gramófono, sinfonola, rocola, tocadiscos o radio hasta disco compacto se nos regala el grito frívolo de la bohemia:

¡Que viva el placer!
¡Que viva el amor!
Ahora soy libre,
quiero a quien me quiera,
 ¡que viva el amor!

En el restaurante modesto, en el patio común de la vecindad, mientras se lava la ropa o al volante del autobús, la música del bolero penetra nuestra cotidianidad: “Quiero que vivas sólo para mi, / y que tu vayas por donde yo voy.” En las noches templadas de esta América órfica, noches de seducción y poesía, se oye a lo lejos:”Tu diste luz al sendero, / en mis noches sin fortuna; / iluminando mi cielo, / como un rayito claro de luna.” Envuelta en luces mortecinas, frente a un vaso de ron, una voz melancólica susurra: “Creí que tu vida era mía / y que tú me querías / como yo te quiero a ti.” Atraído por una piel morena, el rendido amante canta la súplica vehemente: “Que se quede el infinito sin estrellas, / o que pierda el ancho mar su inmensidad, / pero el negro de tus ojos que no muera / y el canela de tu piel se quede igual.”
Caminar en la playa, sentir la suavidad de la arena en los pies y la frescura del mar en el rostro, tenderse sobre una piedra solitaria, es atestiguar la luminosidad cautivadora de América Latina. “Tu y yo hicimos de la vida un amor, / fue de Dios que nos quisiéramos los dos.” Es, además, aceptar de buena gana el regalo de estar vivos.

Escenas inolvidables del siglo XX, Reader’s Digest de México, 1998  

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